Por: Samuel Bonilla
Desde que somos niños, mucho antes de entender por qué, nos educan para participar según las reglas. En la escuela enfatizan la importancia de hacer la fila; nos enseñan a levantar la mano antes de hablar, a subir y bajar las escaleras del lado derecho y a agarrarle la puerta a quienes vienen detrás. Con el tiempo, incluso, nos damos cuenta de que muchas reglas no requieren ser explicitadas. Son normas sobreentendidas, propias de la vida civilizada, tan importantes y vinculantes como las que se aprueban en un órgano legislativo de representación nacional. ¿Su propósito? Procurar la convivencia y el disfrute.
Si alguna vez han jugado al baloncesto o al futbol, y no me refiero a haber jugado a nivel profesional, sino a haber jugado entre amigos y amigas, sabrán que son los mismos jugadores quienes asumen el rol de arbitraje. Cualquier posibilidad de concluir el juego con el acuerdo de todos pasa por hacer uso razonable de esa potestad.
Si no son atletas, piensen en un juego de mesa. En el monopolio, por utilizar un ejemplo ilustrativo, alguien tiene que asumir las funciones del banco. En ese sentido, tiende a haber un común acuerdo de que quien asume la posición es una persona honesta. Tan pronto aparece la primera señal de trampa, se desbarata el juego y difícilmente los jugadores acceden a recomenzar.
Lo misma pasa en las democracias. Según Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (2018), dos importantes catedráticos del departamento de ciencias políticas de la Universidad de Harvard, si pensamos la política (democrática) como juego sostenible, “siempre y cuando nuestros rivales respeten las normas constitucionales, aceptaremos que ellos tienen el mismo derecho a participar, competir por el poder y gobernar.” Así entienden la tolerancia mutua: en tanto se cumplan las reglas, siempre habrán ganadores y perdedores y estos aprenderán a convivir, precisamente porque reconocen que ganaron o perdieron según esas reglas. Si hay reglas, hay juego. Tan pronto se sale del marco de las reglas, mueren las democracias y… game over.
¿Acaso podemos hablar de tolerancia mutua en la República Dominicana cuando quien gobierna no cumple con la condición sine qua non del juego?
Precisamente porque conocemos el grado de discrecionalidad con que los miembros del comité político del PLD, Danilo Medina y “sus” legisladores tratan la normativa constitucional, hemos sugerido en reiteradas ocasiones que en la República Dominicana no existe democracia, sino un supuesto democrático que conduce a un análisis político errado. No obstante eso, sostengo que entender la tolerancia mutua sirve múltiples propósitos en nuestro contexto político.
En primer lugar, sirve para desnudar una realidad que algunos sectores de la sociedad aun pretenden disimular: los gobiernos de Danilo Medina no juegan según las reglas constitucionales y por tanto no pueden ser pensados como democráticos. Danilo Medina retuvo el poder mediante la compra ilícita de una reforma constitucional. Las actuales discusiones de reelección son provocaciones oportunas y oportunistas suscitadas por el propio Danilo y sus estrategas de campaña, intenciones que luego son estimuladas por quienes quisieran seguir viviendo de los chequecitos y el poder que los dineros públicos le proveen. Son tácticas engañosas que confunden a la población entorno a lo que debería normar en la vida política nacional y que atacan al valor intrínseco de la constitución que busca constituirse en la normativa suprema a partir de la cual se regula la vida en sociedad.
En segundo lugar, la tolerancia mutua se constituye en una importante lección para las fuerzas políticas de oposición. La inquebrantable convicción de la importancia de vivir según las reglas es la cualidad diferenciadora crucial para la construcción de una oposición con posibilidad de poder. Dicho de otra manera, ser una organización de oposición en la República Dominicana significa ser una organización democrática.
La democracia se sustenta en reglas de convivencia; no se deja arropar por la violencia política característica del autoritarismo. Un partido opositor no debería querer ni podría vencer al PLD en su propio juego. La posibilidad de constituir un frente alternativo, que es un reclamo de muchos sectores de la vida nacional, pasa por el compromiso con una actitud y un comportamiento propio de demócratas.
Si logramos ponernos de acuerdo hasta este punto, reconoceremos que no podemos permitir la reiteración de los esfuerzos unitarios a la sazón de la llamada Convergencia perremeísta del 2016, donde una segunda mayoría intentó resolver sus problemas internos pisoteando a todos los partidos pequeños que se sumaron al ejercicio natimuerto.
De cara a las elecciones presidenciales del 2016, el PRM organizó encuentros cerrados con expertos chilenos para robustecer y lograr apoyo en torno a la llamada Convergencia, perdiendo de vista que lo que había facilitado el éxito de los chilenos en sus distintos procesos unitarios y de consolidación de frentes opositores alternativos fue el trato igualitario entre organizaciones, independientemente de sus tamaños relativos. Cuando no ha sido posible garantizar el trato igualitario, los intentos han sido fallidos.
Cualquier frente alternativo con vocación de poder de cara a las elecciones dominicanas del 2020 deberá ser amplio. Que tan amplio pueda ser dependerá de cuantos jugadores estén dispuestos a trabajar conforme a las reglas del juego. Quienes conformen el frente deberán demostrar que sus propuestas políticas también sirven para fortalecerse a lo interno de sus organizaciones. Que no sólo recetan democracia a terceros, sino que están dispuestos a asumir los cambios organizacionales internos que la cultura democrática supone.
A simple vista, ser el propulsor de la tolerancia mutua parecería ser una desventaja en un escenario con reglas y árbitros que sólo favorecen al gobierno. Sin embargo, la defensa de las premisas que la tolerancia mutua supone es fundamental para la transformación del país en que vivimos.
No menos importante, sirve para evidenciar a los medios que hacen uso de sus poderosas plataformas para promover ideas que atentan contra las reglas fundamentales del juego democrático. Me refiero, por ejemplo, a la promoción y el análisis de encuestas que al incluir a un jugador inhabilitado, promueven la normalización de los cambios constitucionales que a leguas nos conducen a permanecer en el pasado.
Que no se olvide que será decisivo saber distinguir entre la realidad de un juego donde existen múltiples jugadores con posiciones encontradas donde inevitablemente uno de ellos resultará ganador y el matadero que constituye la imposición de un jugador sobre la base del atropello de las reglas y el abuso y la injusticia que eso conlleva.