
Por: Dío Astacio Pacheco
La educación, la palabra, la lucha y el amor a la patria. Cuatro pilares que resumen la vida de José Francisco Peña Gómez. Nunca tuvo miedo. Fue un elegido, uno de esos hombres que la historia se encarga de recordar, porque no era un hombre común. Peña era distinto.
José Francisco Peña Gómez es la prueba viva del poder transformador de la educación. Nació en la Loma del Flaco, en la misma pobreza que tantos otros niños dominicanos, con las mismas carencias y limitaciones. Pero tuvo la dicha, la divina dicha, de encontrarse de frente con la herramienta más poderosa de cambio: la educación.
Él mismo lo dijo: “La educación es la única esperanza para los pobres”. Y su vida fue testimonio de ello. Peña fue un estudiante incansable. No tenía lujos, pero tenía libros. No tenía privilegios, pero tenía el deseo de aprender. Y con ese deseo, se graduó con honores en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Luego, su amor por el conocimiento lo llevó a la prestigiosa Sorbona de París.
Desde entonces, la educación no solo cambió su vida, sino que se convirtió en su misión: llevarla a cada rincón del país. Fue su instrumento para transformar conciencias, para abrir los ojos de un pueblo que durante años había sido manipulado y oprimido.
La lucha que nunca cesó
Peña luchó desde el día en que nació hasta el día en que murió. Nada le fue regalado, tuvo que ganarlo todo. Su infancia fue una batalla contra la soledad y el abandono. Creció en una sociedad donde el color de su piel significaba obstáculos, donde el negro tenía que triplicar el esfuerzo para ganarse el respeto de sus congéneres.
Pero Peña no se acomplejó. Fue rechazado, pero nunca vencido. Fue derribado, pero se levantó siempre con más fuerza. Y cuando sus enemigos intentaron destruirlo, cuando el odio lo atacó sin piedad, él respondió con la frase que definió su grandeza:
“Yo los perdono”.
Peña Gómez perdonó a quienes lo hirieron, a quienes lo traicionaron, a quienes intentaron reducirlo a la nada. Nunca pudieron lograrlo, porque su espíritu era indomable. Como él mismo dijo: “Estoy de pie, estoy como una palmera.”
Su amor por la patria
Si hubo algo más grande en la vida de Peña que su lucha, fue su amor por la patria. La amó más que a su propia vida.
La amó con las venas abiertas, con cada latido de su corazón. No vio en la política un medio para enriquecerse, sino una herramienta para liberar a su pueblo. No amó el poder, amó servir.
Tanto la amó que, en 1965, cuando la patria fue mancillada por la invasión extranjera, cuando el pueblo reclamaba su derecho a la libertad y la soberanía, Peña no dudó en ponerse al frente de la causa justa. Fue su voz la que, a través de Radio Rebelde, convocó al pueblo a resistir, a luchar por la Constitución, a defender la dignidad de la nación.
En ese momento, muchos tomaron las armas, pero Peña escogió una lucha diferente. Pudo haber elegido las balas, pero escogió los votos. Pudo haber empuñado un fusil, pero prefirió el poder de su palabra.
Él nos enseñó que el partido no era solo una organización política, sino un instrumento para lograr los cambios. Escogió la dialéctica como su vía predilecta para avanzar, creyó en la democracia, creyó en el debate de las ideas.
Su voz era su arma. Estridente, imponente, elocuente. No disparaba balas, disparaba discursos. Y con su discurso, estremecía al pueblo.
Pero si algo marcó a Peña más que su impecable forma de vestir, más que su oratoria magistral, fue su moral. Su desprendimiento y su integridad fueron su verdadera etiqueta. Nunca se enriqueció con la política, nunca cambió su dignidad por un cargo.
Un legado inmortal
Cuando la muerte lo sorprendió aquel 10 de mayo de 1998, Peña Gómez no dejó riquezas ni fortunas. Lo que dejó fue algo más valioso: dejó una lección, dejó un ideal, dejó un camino.
El expresidente Hipólito Mejía lo dijo con claridad:
“Peña Gómez no solo fue un líder político, fue un líder moral de este país.”
Tony Raful lo describió con dolor, pero con verdad:
“No lo mataron sus enemigos, lo mató la tristeza de no ver a su pueblo libre.”
Y el escritor Juan Daniel Balcácer definió su legado con estas palabras:
“Si algo caracterizó a Peña Gómez fue su profundo amor por la patria y su inquebrantable fe en la democracia.”
Peña sigue de pie
Imaginen a Peña Gómez en aquel 23 de abril de 1998. Su cuerpo debilitado, pero su espíritu intacto. Su mirada aún encendida, su voz aún vibrante. Sus últimas palabras no fueron para él, fueron para su pueblo.
No buscó compasión, no pidió descanso. Solo pensó en la patria.
Hoy, aunque su cuerpo descansa, su voz sigue resonando en cada joven que cree en la educación.
Sigue resonando en cada dominicano que elige el voto sobre la violencia.
Sigue resonando en cada hombre y mujer que sigue soñando con la democracia que él defendió hasta su último aliento.
José Francisco Peña Gómez no ha muerto.
Sigue de pie, sigue como una palmera.