
Por: Evaristy Jiménez
Desde el 4 hasta el 6 de mayo, la República Dominicana se convierte en la capital mundial del derecho. Una distinción que, sin duda, nos cae como anillo al dedo: por un lado, porque el mundo empieza a mirarnos con otros ojos, y por otro, porque nosotros también tenemos una visión muy distinta de cómo somos percibidos desde fuera.
Para nadie es un secreto que, aunque persiste una visión marcada por la óptica de los países del primer mundo y distintos niveles de desarrollo, ya no se puede ignorar que existe una cantidad creciente de ciudadanos que operan desde otra perspectiva. Esto se refleja en el hecho de que la pobreza y las desigualdades están presentes en todos los países, sin excepción.
También es evidente que, en todo el mundo, hay personas con acceso privilegiado a servicios de salud exclusivos, libertad para ingresar a cualquier nación y la capacidad de hacer cosas que ni siquiera los más influyentes pueden realizar en sus países de origen. Y esto se vuelve aún más significativo cuando observamos el nivel tecnológico en el que vivimos actualmente.
Es cierto que la República Dominicana ha avanzado en muchos aspectos, especialmente en el ámbito jurídico. Sin embargo, aún estamos en pañales en cuanto a la comprensión del bienestar colectivo. Una sociedad progresa cuando sus integrantes conocen y respetan las normas que regulan la convivencia pacífica. Y eso, lamentablemente, no está del todo claro para muchos dominicanos.
La Constitución, como carta sustantiva, es la guía esencial de la sociedad. De ella emanan las demás normas, siempre que no entren en contradicción con sus principios. No hay que olvidar que la Constitución fue creada para limitar el poder de los poderosos, pero también para establecer que incluso el más débil está sujeto a la ley. Nadie puede alegar derechos mientras viola normas que establecen sanciones por sus actos.
Vivimos en un nivel de permisividad que raya en la negación del más básico de los sentidos: el sentido común, que irónicamente se ha vuelto el menos común. Hoy todo debe estar regulado porque así lo establece la Constitución, pero nadie quiere ser regulado. Se percibe la regulación como algo opcional, como si unos sí debieran cumplirla y otros no; como si la libertad de expresión estuviera por encima del respeto, la veracidad y la responsabilidad sobre lo que se dice, aun sin pruebas que lo respalden.
Lo mismo ocurre en el ámbito laboral. Muchos solo consideran ilegal el trabajo vinculado a sustancias controladas o actividades penalizadas de manera explícita. Sin embargo, hay muchas prácticas claramente reguladas que se ignoran por la costumbre de incumplir las normas, y cuando alguien decide hacerlas valer, es visto como un bicho raro por sus propios contemporáneos.
De eso se trata: de entender que el mundo está cambiando vertiginosamente y no va a esperar por nadie, ni por individuos ni por Estados. Debemos adaptar nuestras realidades para avanzar colectivamente y generar más oportunidades de desarrollo, sin dejar de lado el cumplimiento de las normas, que son el único camino para vivir de acuerdo con la realidad objetiva que enfrentan nuestras sociedades.
Si queremos forjar un futuro mejor en las nuevas generaciones, debemos fortalecer la herramienta más importante que hemos creado después de la escritura: la Ley. Una herramienta que, aunque inspirada por principios trascendentales, ha sido desarrollada por nosotros mismos para permitirnos alcanzar niveles positivos de evolución. No obstante, también hemos permitido el crecimiento de conductas y estructuras que atentan contra la preservación del orden, de las normas y hasta de nuestra propia existencia. Veremos cuál de las dos tendencias prevalecerá en este mundo tan complejo.