Entre sus manos, pegado al pecho, sujeta un Cristo clavado a una cruz de madera de unos 40 centímetros. Va tocado con una gorra blanca estilo béisbol, camisa de media manga del mismo color y barba rojiza. A su espalda, 600 campesinos de piel color café siguen sus pasos. «¡No nos dejaremos vencer!». «Debemos seguir luchando por lo que es nuestro!», gritan a coro. Miguel Ángel Gullón Pérez tiene 48 años y desde hace 18 predica en el infierno. Una fila de tractores y hombres armados a caballo, recuerdo de aquellos capataces de los antiguos esclavistas, esperan órdenes. Su misión es arrasar los sembrados de los campesinos y rociar sus tierras con glisofato.
Para que no crezca ni la hierba. Para que allí no se planten más que cedros y árboles de caoba que luego decorarán, a precio de oro, las mansiones de los más pudientes. Y allí, como un David contra Goliat, está plantado el dominico asturiano para hacerles frente a la máquinas y a los recios cowboys del látigo y el machete.Quienes envían el glisofato, un herbicida clasificado por la Organización Mundial de la Salud como «probablemente cancerígeno para los seres humanos» y prohibido en medio mundo, serían -en palabras del padre Miguel- los todopoderosos Vicini, los amos mundiales del azúcar. En sus inmensas plantaciones de caña cientos de cortadores flacos y enfermos sobreviven en chabolas sin higiene ni asistencia médica en los bateyes (aldeas) que se levantan en el interior de los tupidos cañaverales. «Esperando a que venga la muerte y de aquí me lleve para siempre», nos confesaba con dolor Pedro Yan, 61 años y flaco como un Cristo crucificado, en abril de 2009 durante la última visita de Crónica a los cañaverales de República Dominicana.
A los Vicini, que ahora buscan diversificar sus negocios en vista de la caída de consumo del azúcar en todo el mundo, ya se enfrentó otro misionero español, Christopher Hastley Sartorius, hasta que las amenazas de muerte le obligaron, en 2006, a abandonar el país. Ahora la cruz la lleva el dominico Miguel, nacido en Colunga, Oviedo. «Esta va a ser una lucha larga y nada fácil…». La voz del misionero asturiano, firme y sosegada, casi de confesión, nos llegaba este martes por teléfono desde Seibo, una de las 32 provincias de la bella isla del Caribe, la primera tierra firme que pisó Colón en 1492 tras la singladura que le llevaría al descubrimiento de América.
El escarmiento de los Vicini, de momento, ha sido en vano. El valiente dominico y su ejército de 600 labradores han conseguido ganarles alguna batalla a los tractores. Como el día que les arrebataron un depósito lleno de pesticida listo para ser derramado por los campos de cultivo y un equipo de fumigación. Misionero y campesinos cargaron con el maldito botín de varias toneladas y emprendieron la marcha hacia la capital, Santo Domingo. «Por el camino llamamos al ministro y a la Fiscalía y les contamos lo que habíamos hecho y los motivos. ‘Hemos robado el equipo de la muerte’, les dijimos mientras escapábamos con el pesado depósito de glisofato de los hombres fuertemente armados de los Vicini que nos perseguían», relata el padre Miguel desde Santa Cruz de El Seibo, la Zona 0 de las protestas, donde ya el 80% de las tierras está en poder del Grupo Vicini y de la empresa agroindustrial Central Romana Corporation, productora principalmente de azúcar y cuyo origen se remonta a 1911. A Central Romana la acusan de la destrucción, en enero de 2016, de 80 casas de campesinos, a las tres de la madrugada. El caso ha llegado a Naciones Unidas en Ginebra y Nueva York, que ha admitido la denuncia de los campesinos y ahora baraja sentar a los responsables en el banquillo.A cada atropello que se produce, sea por contaminación de los sembrados o por la masacre de animales (ovejas, chivos y vacas) para el sustento de las familias, Miguel Ángel Gullón agarra su cruz y, como el exorcista ante el diablo, la muestra a los enemigos que van a caballo o en tractores. «Aquí ya nadie se calla más ante los poderosos, está en juego nuestra supervivencia», dice el fraile. Nadie se calla, sí, ni siquiera los más pequeños. Como la niña Deangelyn. Fue ella, pese a sus 11 años, la que encendió la mecha del clamor por la justicia con un poderoso discurso ante su comunidad. «Nos cortaron todas las matas de guayaba y de plátanos. Las cabras y las ovejas no encuentran comida porque todo lo han arado. No nos quieren dejar nada, absolutamente nada. Nos quitan nuestro territorio como si no fuésemos nada. Nos tratan como si no fuéramos personas. Pero debemos seguir luchando por lo que es nuestro, pues estamos aquí desde hace muchos años. ¡No nos dejemos vencer!», dijo sin titubear la niña a los cientos de campesinos que la escuchaban con el corazón en un puño. Se refería a que los Vicini les están expulsando de las tierras que, desde hace décadas, les han dado alimento gracias a la crianza de ovejas, chivos y vacas, y a los cultivos de subsistencia como la yuca, los plátanos o las guayabas. «Nos están sumiendo en la extrema pobreza», clama el veterano campesino Manuel Antonio Hinoja.
«A mis 81 años, vengo trabajando esta tierra desde 1953, cuando el Estado nos la entregó para ponerla a producir. La gente subsistía con las vaquitas, los chivitos y cultivando en sus conucos. Esto es lo que he visto desde mi niñez… Hasta ahora que los tractores del Grupo Vicini están destruyendo todo lo que nos pertenece y nos están dejando en la más absoluta miseria». Recuerda el padre Miguel que aquel día, «al lado de la enramada del encuentro estaban, de forma tremendamente provocadora, los grandes tractores que, de sol a sol, siguen arrasando los cultivos y los pastos de estas empobrecidas comunidades». Y no sólo sería obra del Grupo Vicini, cuyo presidente, Felipe A. Vicini Lluberes, sitúa la revista Forbes como el hombre más rico de República Dominicana, pero sin llegar a cuantificar su fortuna. Por aquellas lejanas tierras, en las que todavía se escucha la palabra utopía, resuena un conocido y emblemático sermón que allá por el año 1511 el fraile dominico Antón Montesinos lanzó a los colonizadores al ver como trataban a los taínos y que hoy, 500 años después, los campesinos recitan en voz baja para olvidar lo que fueron y lo que son. Se trata de un manifiesto contra todo tipo de esclavitud, opresión y marginación humana que anima la lucha en favor de los derechos humanos. Dice así: «¿Con qué autoridad han hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿Estos no sienten? ¿Cómo están en tanta profundidad de sueño tan letárgicamente dormidos?».Le preguntamos al fraile español por el miedo.-Sí, claro, tengo mucho miedo… Nunca sabes si vas a volver a casa.-¿Le han amenazado?-Directamente, no. Pero jamás voy solo a ningún sitio. Es su penitencia por predicar en el infierno.