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La soberbia política: Un mal a superar en el siglo XXI


Por: Franklin Rodríguez

En la medida en que nos aproximamos a la tercera década de este siglo XXI, se hace evidente que el ejercicio de la política, visto desde la forma en que interaccionan gobernantes y gobernados dentro de la organización del Estado se torna cada vez más complejo, debido a la velocidad con que evoluciona la sociedad, ahora dotada de nuevos elementos de información y empoderamiento que redefinen su interpretación del poder.

Conscientes de su rol en la composición del Estado, hoy en día los ciudadanos demandan una relación cada vez más horizontal con quienes han sido favorecidos con su voto, así como una oportuna rendición de cuentas que legitime su investidura. Tal muestra de madurez social, es lo que ha provocado en parte la actual crisis que padece la democracia a nivel global, donde los partidos políticos tradicionales y actores estatales, no han podido plantear soluciones efectivas a las demandas de nuestros tiempos, entre las que destacan la desigualdad social y la corrupción.

Ahora bien, es evidente que existe la necesidad de replantear la manera de ejercer la política, pues dada su vocación de poder, esta práctica debe estar sujeta a la nueva realidad que rodea esa condición especial que tradicionalmente suelen poseer los mandatarios. Ya decía Moisés Naím con mucha propiedad en su libro El Fin del Poder, que en la actualidad el “poder es cada vez más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder”.

Sin embargo, existe un rasgo o conducta destructiva que históricamente ha sido asociada con quienes ejercen algún tipo de mandato, perjudicando a fin de cuentas a todo aquel que lo ha padecido, sin importar la condición en que obtuvo el poder, ya sea por factor “divino” o linaje como sucede con los monarcas, por las armas como acontecía con conquistadores y caudillos, o por votación como en las democracias actuales. Basta resaltar algunos de los síntomas que le caracterizan como la autoconfianza desmedida, la imprudencia, la arrogancia, el egocentrismo, la intolerancia y la necesidad de sentirse imprescindible, para saber que hablamos de la soberbia.

El interés por comprender el significado y las implicaciones de la soberbia en los gobernantes, ha sido evidente hasta en el libro Sagrado de la Biblia, donde tras dejar entrever que es una forma de evidenciar superioridad, sentencia que a fin de cuentas “La soberbia del hombre le acarrea humillación”. Dichas conclusiones son tomadas por Fernando Savater en su obra “Los 7 Pecados Capitales”, donde brinda a la soberbia el título de “el mayor de los pecados”, por tener la facultad de engendrar todos los demás (Lujuria, pereza, gula, ira, envidia y avaricia).

Si lo llevamos a la política, podríamos definir la soberbia como el interés desmedido por sentirse preferido y adorado, obteniendo satisfacción personal en la contemplación de los propios logros, al tiempo que se muestra desprecio por todo lo que represente una oposición. No sorprende por ello que los griegos le consideraran como un valor antidemocrático, por lo que una vez evidenciado, aquel que mostrara tener el síndrome de “Hybris” (especie de Héroe popular que embriagado de éxito terminaba creyéndose un dios) era inmediatamente marginado.

El gran problema de la soberbia, es que cuando se conjuga con el ejercicio de la política y, por ende, se ve revestida de alguna forma de autoridad, se convierte en una enfermedad que no conoce límites de poder llevando a la paranoia, al mesianismo y a avasallar a potenciales rivales a cualquier costo y sin medir consecuencias. Bastaría recordar a Hitler y “la noche de los cuchillos largos”, como a Stalin y “la gran purga”, para tener una idea fresca del alcance que puede tener la conjugación de soberbia y poder.

Hoy en día tales medidas represivas y de evidente intolerancia política son casi imperceptibles, al menos en el hemisferio occidental, donde salvo los casos de dictaduras latinoamericanas en los 60,70 y 80 (algunas con respaldo popular y/o apadrinadas por potencias extranjeras), los gobernantes soberbios han tenido que acudir a otros mecanismos para aumentar su influencia.

Lo anterior explica porque actualmente hay quienes, apelando a su carácter excéntrico, usan el carisma como arma de encanto y de un modo populista se muestran a la par con próceres nacionales a fin de mostrarse infalibles ante la sociedad. También están los mandatarios reservados, que, sin entrar en contradicciones públicas, dejan que su maquinaria se encargue del acoso, la difamación y neutralización de potenciales opositores, a fin de mostrarse como la única opción viable de ostentar el poder, en desmedro de las garantías que caracterizan a la democracia.

Se puede decir que el principal combustible de todo gobernante soberbio yace en su entorno inmediato, donde a falta de consejeros o asesores objetivos, estos se rodean de un séquito de aduladores que suelen distorsionar la realidad, a fin de que su jefe político escuche estrictamente lo necesario, que no es más que una construcción alterada de la realidad. La debilidad de este accionar, que no admite opiniones contrarias a los propios designios, es que tras perder el favor del pueblo y producirse la salida del poder, la caída de estos “líderes” suelen convertirse en una especie de mancha oscura que le persiguen más allá de su muerte, empañando su legado.

Decía Nicolás Maquiavelo que “La naturaleza de los hombres soberbios y viles, es mostrarse insolentes en la prosperidad y humildes en la adversidad”, pero el problema es que existen gobernantes soberbios, que lejos de asumir un comportamiento humilde y de prudencia en la adversidad, suelen mostrarse ofendidos al cuestionárseles sobre ciertas medidas y contratacan a todo crítico, ya sea opositor, medios de comunicación o sociedad en general. Es un ejemplo que se ha reproducido en varias naciones de nuestro hemisferio, sobre el cual debemos reflexionar.

En fin, a pesar de que la soberbia es un mal propio del carácter humano, la misma suele servir de escudo a grandes carencias que acompañan a su huésped, como son la inseguridad y debilidad de carácter. Al final el ejercicio de la política solo admite un camino y es el del servicio a la ciudadanía, por lo que toda acción fuera de ello es una distorsión que pone los intereses propios por encima del bien común.

Por eso siempre me quedaré con la reflexión del expresidente uruguayo, José “Pepe” Mujica, de que “El poder no cambia a las personas, solo revela quienes verdaderamente son…”.


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